‘¿Hay algo que pueda sorprender en un país donde la luz es eterna?’ Con este interrogante, Mary Shelley introducía uno de los temas principales de su obra ‘Frankenstein’, o también conocida como ‘El Moderno Prometeo’, haciendo referencia a la luz como metáfora del conocimiento y el descubrimiento. De la misma forma que en la mitología griega, Prometeo le roba el fuego a los dioses para entregárselo a los mortales, el doctor Frankenstein le roba a la naturaleza (o a Dios) el secreto para crear vida, encerrado metafóricamente en una criatura monstruosa, un ser que no hace sino recordarnos que el saber y el conocimiento en nuestras manos puede convertirse en un arma de doble filo, en objeto de nuestra creación y, al mismo tiempo, de nuestra destrucción. Siempre he considerado la tecnología como un posmoderno Prometeo, una especie de ente ajeno a nuestra constitución humana que le ha robado a la naturaleza la chispa de la creación para iluminarnos en la senda del conocimiento y el descubrimiento de todo este universo inexplorado en el que habitamos, y que, al mismo tiempo, puede acabar siendo un elemento distorsionador de nuestra realidad, el vacío que nos deje alienados en ese mundo inhóspito y desconocido que parece estar conquistado ya por las máquinas.
Sin llegar a ser fatalistas, pienso que el futuro de la tecnología queda en manos de lo que hagamos a partir de ahora con los ordenadores y con la tecnología, constituyendo nuestra responsabilidad con el papel fundamental que jugarán éstos en nuestro modo de comunicarnos con la realidad y con los demás seres humanos con los que convivimos. Durante las últimas décadas, hemos intentado que las máquinas puedan llegar a poder competir con la mente humana en una partida de ajedrez, pero hemos alcanzado el punto de no retorno en el que puede que ya sea imposible que nuestras capacidades intelectuales puedan ganarle a la CPU de los ordenadores más potentes, generados a partir de nuestras necesidades, de la energía de nuestras mentes, las mismas que pierden contra ellas jugando al ajedrez. Puede que el ideal de los ateos que piensan que el hombre ha creado a Dios a su imagen y semejanza (y no al revés) tenga, al menos, algo de verdad cuando hablamos de las máquinas. El futuro de las relaciones humanas es incierto, y es indudable que el control de las máquinas sobre dichas relaciones jugará un papel fundamental en las formas de comunicación de las próximas décadas. Una vez que hayamos cruzado el umbral de la era digital, puede que nos encontremos en la misma situación que Victor Frankenstein frente a la criatura que él mismo inventó, y que va destruyendo una a una, cada una de las cosas que él desea, o como el mismísimo Prometeo, condenado por Zeus a pasar la eternidad encadenado en el Caúcaso, hacia donde un águila se dirigiría sólo con el fin de comerse su hígado. Siendo Prometeo inmortal, el hígado le crecería cada noche para que el águila pudiera comérselo de nuevo al día siguiente. Puede que el ser humano se haya encadenado con los cables de la tecnología, pero será el uso que hagamos de la misma lo que permitirá usar ese fuego como metáfora de la lumbre que ilumine el conocimiento del mundo que nos rodea, o lo que acabe por quemarnos con el objeto de nuestra creación.
Escena doblada al italiano de la película 'Mary Shelley's Frankenstein' dirigida por Kenneth Branagh en la que Victor Frankenstein hace que Elizabeth regrese de entre los muertos a través del método con el que dio vida a la criatura. Elizabeth se da cuenta de que su nueva forma de existir transmuta su propia identidad y decide acabar con esa existencia alternativa. Esta escena no aparece en la novela original de Mary Shelley.
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